No debes fiarte ni siquiera de tu
propia sombra. Hace tiempo que la mía decidió desgajarse de mi cuerpo y
sospecho que, muy pronto, la perderé para siempre. Tengo indicios. No puedo
reprochárselo ni retenerla, pues no tiene demasiado futuro junto a mí. Sin
embargo, me intrigan sus intenciones, me preocupa su futuro. La he visto
acariciar a escondidas mis viejas zapatillas de deporte, ponerse la camiseta
que nos regalaron en la última maratón y mirar hacia la ventana con un gesto
triste de impotencia.
He procurado que cambie su chip, convencerla
de que hay otros deportes inclusivos que sí podríamos seguir practicando, le
hablé de los arqueros se Santovenia donde seguramente nos recibirían con los
brazos abiertos, pero no parecía existir para ella otra cosa en la vida que
correr y correr. Es cierto que los éxitos conseguidos en esa disciplina serían difícilmente
comparables, pero nunca se sabe.
Erre que erre. El otro día, vino a
mi lado con el álbum de fotos entre las manos y, a la luz del flexo, se acurrucó para recordar algunos momentos
irrepetibles. Se detuvo en una instantánea en Atapuerca, otra más en la San
Silvestre vallecana y me miró luego con sus ojos negros. Yo escondí los míos
detrás de los párpados para sujetar las lágrimas. ¡Qué recuerdos! ¡Qué
de momentos inolvidables!
Salvo los días nublos, en que no
había forma de sacarla de casa, daba gusto verla correr a mi lado, saltar,
regatear, evadir, burlar, quebrar, esquivar, jugar como una niña pequeña,
encogerse y estirarse a capricho, con una elegancia y agilidad envidiables. Y
cuando llegábamos a la meta, ¡ay entonces!, se quedaba siempre rezagada,
escondida detrás de mí, porque no le gustaban los flases.
No quiero pensar lo que podría
hacer con unas zapatillas propias y un poco de libertad. Una libertad que se
merece y que pronto tendré que concederle. Es absurdo tenerla sufriendo junto a
mi silla de ruedas.
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