20220614

"Tu vida desde un secadero"


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Cuando llevas cinco días colgado junto a la chacina, como un badajo sin campana, las cosas dejan de tener su importancia. La Muerte tiene la culpa. Cuatro días escarbando en tus entrañas dejándote sin porvenir, dibujándote una sonrisa pánfila, descarnada y sarcástica en las mandíbulas.

Una mosca se te posa en la mejilla, te mira con sus inmensos ocelos, se frota las patas delanteras disponiéndose a dar cuenta de su particular festín y desaparece repentinamente dejando solo su recuerdo. No tardará en regresar acompañada. A mediados de noviembre, las moscas no deberían existir, pero surgen de una forma espontánea, de la nada, como los gusanos dentro de las avellanas, como si estuvieran en la propia conciencia de las cosas… como la Muerte. Quizás sean la misma Muerte disfrazada. Ha desaparecido repentinamente, pero volverá, ¡volverán!

Habéis tenido un San Martín estupendo. Tu cuerpo desentona entre todos esos colgajos y te conviene aplicar un poco de filosofía. Ahora mismo, lo único que te importa es que tus hijos no se pongan ciegos a la hora del reparto, que sepan respetar los tiempos de duelo y maceración, valorar y discernir lo que tienen delante y, sobre todo, que no te incluyan en sus inventarios, que consideren estas circunstancias como un mero accidente. Tendrás que decirles que conviene consumir primero las calabaceras y patateras, seguir por las barriguillas y chofes y terminar quizás por los chorizos y bútagos, que siempre necesitan más tiempo para curar. Es mejor pasar desapercibido, que bastante tienes con lo tuyo.

Y, a ver la Simona, ¡que menudo enfado llevaba encima! Cuando vuelva, si es que vuelve, pasará de largo sin mirarte, abrirá la ventana y dejará que la estancia se llene con el paisaje. Quizás repare en tu presencia, se haga varias señales de la cruz con ese gesto desmadejado y confuso que acostumbra, suspire profunda y repetidamente y vuelva a santiguarse mientras intenta digerirlo, porque la Simona siempre tarda mucho en digerir las cosas. Es muy de santiguarse y poner interrogantes y cruces en todo, tarda una eternidad en asimilarlo siempre. Se fue cuando terminasteis la matanza sin dar explicaciones, sin maletas, sin decir ni mu. Y dices tú que, a estas alturas, te importa un bledo si vuelve o no, como todo lo demás

La que sí ha vuelto, es la condenada mosca. Primero se posa en los ojos de tu perro, que lleva cuatro días sin moverse a tus pies y le lanza una dentellada que parece asustarla. La mosca revolotea describiendo varios círculos hasta posarse en su oreja, después en la tuya y otra vez en la del perro, sin decidirse. Finalmente se queda en tu mejilla, en tu nariz, en tu frente, como queriendo jugar al pinto, pinto. Maldita la gracia que te hace, pero no tienes alternativa. Debes esperar a que termine; que sacie su apetito o que ponga sus miles de huevos putrefactos en las cuencas de tus ojos. Es rápida y cojonera, temeraria. Se nota que está familiarizada con la Muerte, que no tiene miedo. Claro, que no puede tenerlo con una existencia tan efímera. Se queda quieta, te mira, vuelve a frotarse con aire chulesco sabiéndose impune. Desaparece unos instantes y vuelve con refuerzos. Dos, tres, cuatro, cinco… Les gustan tus ojos, el olor de la chacina, de la carcoma repartida poco a poco por las partes más delicadas de tu cuerpo. Les gusta el olor de la mierda

El perro sigue ovillado a tus pies. Permanece inmóvil desde que la eternidad comenzó a balancear el péndulo de tu cuerpo, hace cinco días. No te mira, no come, no ladra, no llora ni lanza dentelladas. La Muerte tiene fecundados los ocho mil huevos que lleva cada mosca en sus entrañas y les ha dado treinta días para repartirlos. Laski lo sabe, lo asume con indolencia, sin hacerse preguntas inútiles. Sabe que la Muerte es la pandemia más contagiosa que existe, más contagiosa que la vida y los bostezos, mucho más que ninguna otra cosa conocida. Debería evitar la vertical de tu cuerpo, el incesante goteo que la Muerte destila por tus pies formando inmensas estalactitas y estalagmitas invisibles. Debería irse muy lejos, olvidarse de ti, intentar esconderse. Sin embargo, sabes que no lo hará. Su fidelidad es algo que tus hijos, por ejemplo, nunca han sabido apreciar. Llaman simplemente correa al cordón umbilical que os une porque les falta sensibilidad y no pueden distinguir la diferencia.

Las horas transcurren muy despacio. Tanta quietud y silencio resulta exasperante. Sería muy distinto todo si, al menos, hubiera algo de viento para moverte un poco. Podrías quitarte ese agarrotamiento que te está matando, saber algo de lo que ocurre al otro lado del portalón porque el viento es un gran mensajero. Podría contarte dónde anda la Simona, si va a volver y si todavía sigue con ese mosqueo infantil que tenía. ¡Qué sensible se te ha vuelto, por Dios! Debería saber que a estas alturas solo hay una mujer en tu vida y cualquier devaneo sin importancia solo es una cuestión de desgaste, asumible y disculpable. Además, ¡qué sabrá ella lo que es un mosqueo de verdad! Esto tuyo sí que es un mosqueo: Ver al Navajas o al Tola pasar como zombis por tu lado con una sonrisa descarnada sabiendo que no puede ser que estén allí contigo, que hace tiempo que se murieron y tienen que estar bien enterrados en el camposanto. Eso es un mosqueo y no lo suyo. ¡Qué sabrá ella! Un mosqueo es ese zumbido monótono, intermitente de las moscas apretando el esfínter a tu alrededor. ¡Eso es un mosqueo!

Digo que, con un poco de viento las cosas serían muy distintas. Te mata la quietud, el silencio, esa luz mortecina y uniforme que invade el corralón, la falta de sombras, la pátina que cubre las mazorcas y la parva, los aperos y las tejas por encima del zarzo. Las morcillas no son negras ni los chorizos rojos. Ni las longanizas ni los bútagos parece que estén curándose. Ya sé que es una forma de hablar, pero ese es su destino: curarse. Y el tuyo es otro bien distinto, aunque te cueste comprenderlo.

No tardarán en encontrarte. Vendrán con su cara pánfila, mirándote y mirando a la chacina, meneando la cabeza y salivando con la misma alternancia.

─¡Quince arrobas de cerdo! ─Dirá el Perrote con su lengua mordaz y todo el mundo asentirá creyendo que habla de la matanza.

─¡Esto no tiene perdón de Dios! ─Dirá el padre Remigio haciendo cruces vertiginosas en el aire creyéndose Harry Potter.

Efectivamente, van llegando. Laski pina las orejas anunciándolos uno por uno. Primero llega Florindo que vive justo al lado y siempre está mariposeando por el pueblo. Después don Remigio, el cura, seguido por Rosita, una sobrina muy desamparada, muy huérfana, dispuesta a ofrecer sus virtudes barrocas a la causa divina.

─¡Dejen paso a la autoridad! Grita alguien con un tricornio de charol.

─¡Que nadie toque nada! ─Dice su segundo, otro personaje uniformado con cinchas y mosquetón al hombro. Laski vuelve a pinar las orejas para anunciar la llegada de la Sole y la Fernanda, siempre juntas, siempre de negro, siempre con un velo de encaje cubriendo sus cabezas.

─¿Por qué no lo bajan?

─¡Ay, Fernanda!, pareces tonta, tendrán que esperar a que lo mande la autoridad.

─Pues al camposanto no pueden llevarlo.

─¡Jesús, al camposanto, no!

Se persignan, bisbisean durante un rato y se ponen juntas en una esquina para controlarlo todo. Siguen llegando parroquianos, pero no terminas de ver a tu Simona. Tampoco a tus hijos aunque te importe un bledo. ¡Allá se mueran empachados de ortigas!

Ha llegado también la Consuelo. ¡Por fin, la Consuelo!, esa sí que te importa. Está despampanante, más guapa que nunca, para resucitar a un muerto. Notas un cosquilleo en el estómago y al pronto una dentellada en el hígado que te hace volver a la triste realidad. No se atreve a mirarte. Lleva un vestido negro y amplio para disimular la preñez. «Que no y que no», fueron sus últimas palabras. Que aquello tendría que seguir para delante y que no quería ver a la Jacinta por muchos brebajes y pociones que supiera. Y claro, de tales vientos, tales tempestades. Su marido se puso como se puso. Ha venido con ella pero se ha parado en la puerta nada más ver los uniformes y tricornios. Ha puesto su enorme cara de disimulo y se ha quedado aventando un puñado de forraje, como si estuviera dando de comer a las gallinas. De vez en cuando te mira, mira a la Consuelo, mira la chacina, vuelve a mirarte y se limpia la mugre de las uñas con la faca.

El muy cornudo te cogió desprevenido, eso fue lo que pasó, pero tienes que reconocer que supo dejar la escena como un profesional. Solo puedes reprocharle que no te cerrase los ojos cuando se marchó.


1º premio en el IV certamen de relato corto Manzanares el Real

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