Almacenaba tantos recuerdos como lienzos en el desván de su memoria. No había suceso ni personaje en su vida, que no hubiera empapado sus pinceles con una maestría y oficio encomiables. Eran tantos, que podrían cubrir las paredes, pinacotecas, museos y murallas de cualquier ciudad.
Sin embargo, a pesar de haber reflejado todas sus experiencia, estaba insatisfecho. Le faltaba la otra fuente que alimenta el alma de los artistas y hubiera dado la vida por beber en ella, una sola vez, al menos.
Pasaba las
horas muertas en su buhardilla, con el tiempo marchitando sus recuerdos, la
humedad y la carcoma agrietando sus pinturas, desmenuzando su esperanza. Esperaba
que el mundo se dibujara en la ventana, pero, más allá de los cristales, solo
había niebla… ¡la nada!
Estaba seca su imaginación. Las musas nunca lo habían ayudado y tampoco lo harían ahora, con aquella maldita estampa que le estaban ofreciendo.
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