

Carolina se sienta
frente a mí con gesto decidido, ese gesto cada vez más firme que le hace tan
irresistible. Siento un pequeño golpecito en la pierna para buscar la
distancia. Me acaricia con sus pies desnudos y me hace dar un respingo. Desde
niña ya tenía unos pies deliciosos. Me estremezco. «Carabín, carabán, la luna
tiene un pañuelo…». Busco su mágica mirada, y encuentro, además, un escote
profundo y unos labios rojos y magnéticos que apuran su copa con aparente
indiferencia. «Carabín, carabán, mi burro tiene tos…». Sus hábiles dedos se
deslizan por debajo de mi falda. «Plis, plas, se me va la voluntad…». Estiro el
mantel hasta cubrir discretamente mis piernas. Las abro, cierro los ojos, me
dejo llevar. «Carabín, carabán…». Se me escapa un suspiro. Carolina tiene un
don en sus hábiles dedos, Carolina tiene un don, los ojos azules y los pies de
terciopelo. Carolina me transporta, me turba y yo busco un rincón en el techo
para esconderme.
Cristina se sienta
frente a mí con esa pregunta eterna y juguetona en su mirada. La conozco bien,
desde hace mucho tiempo, desde que éramos niñas. Tiene unos labios carnosos y
suaves y siento cómo sus ojos acarician lentamente los míos, mi cuello, mi
escote... Con mi pie desnudo, pongo yo también una pregunta entre sus piernas y
me responde con un pequeño respingo y unos ojos muy grandes y redondos.
Carolina tiene un jardín, un jardín, y una piel de melocotón con sabor a mar.
Abre sus piernas. «Un, dos, tres, zapatito inglés…». Deja caer su mirada
buscando algún movimiento por el perfil de la mesa. Me detengo, no me ha
descubierto. «Un, dos, tres, sin mover las manos ni los pies…». Permanezco
inmóvil hasta que levanta su mirada y me refugio en la copa de champán. «Un,
dos, tres, zapatito inglés…». Cristina tiene unas piernas largas y largas como
cipreses, como álamos que se agitan cuando sopla el viento. «Sin mover las
manos ni los pies…». Cristina tiene un
jardín de néctar y ambrosía. «Un, dos, tres, zapatito inglés…». Cristina tiene
tos, pero es una tos que intenta disimular un suspiro. Hace ya mucho rato que
no se asoma por el perfil de la mesa. Ha extendido discretamente el mantel y la
servilleta sobre sus piernas y no me mira, ha cerrado sus ojos, se ha rendido.
Vuelvo a ganar, igual que de niñas. Campo a mis anchas. Siempre he sido la
mejor en estos juegos. Cristina tiene un jardín donde las mariposas de mis
dedos liban con libertad el néctar de los dioses, el elixir de la eterna
juventud que tantas veces han buscado solitarios y torpes científicos que no
saben trabajar en equipo.
Miro a Cristina. Sus
ojos se refugian en el rincón más alejado del techo. Subo a su encuentro. Está
radiante, con ese rubor apelmazado en sus mejillas, los pliegues de la blusa
delatando su excitación, con esa sonrisa inocente que me hace perder el sentido
y que conserva todavía desde aquel día de verano, siendo niñas, cuando
aprendimos a pecar sobre los sacos de trigo.
Al otro lado del
mundo, en el extremo de la mesa, un personaje mediocre se levanta y comienza a
hablar con voz monótona y cansina de resultados económicos y expectativas de la
empresa. Propone un brindis. Se ponen todos en pie y levantan sus copas. Desde
lo alto del techo, Carolina y yo nos miramos y les seguimos el juego sin
decirles que nos hemos quedado nosotras con todas sus burbujas.
Primer premio el en el VIII Concurso de relatos Breves "Me atrevo con palabras" convocado por el Colectivo LGTB "No te Prives".
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